En un encuentro que tuve el lunes en la Fundación Padre Garralda, una mujer, que durante muchos años estuvo metida en la adicción al alcohol, me contaba cómo ella tuvo una salida a su situación cuando encontró que un ser muy querido la miró con misericordia, es decir, con el amor de Dios. Una hija suya, que había visto su deterioro, un día le dijo lo que nadie le había dicho jamás: «Mamá yo no te odio, no tengo nada contra ti, tú estás enferma. No eres una desalmada o viciosa, estás enferma y tienes que curarte, tienes que ir a un lugar donde recibas curación». Hoy esta madre está agradecida a su hija por el amor que le mostró, un amor misericordioso. Allí ya comenzó la curación. Y está feliz porque ha encontrado un lugar donde está recibiendo el cariño y el trato que necesitaba para salir de esta adicción. ¡Qué maravilla la hija y la madre! ¡Qué fácil es juzgar desde arriba, sintiéndose cómodo, considerándonos justos, buenos y legales! ¡Qué fuerza tiene la misericordia que se da cuando nuestro corazón es el de Cristo, cuando los demás advierten que son abrazados y perdonados!
Nuestro Señor Jesucristo nos muestra su Corazón y nos manifiesta y revela que jamás se cansa de perdonar. ¿No os dais cuenta de que somos nosotros los que nos cansamos de pedirle al Señor que nos perdone? El cansancio viene de nosotros. Él nunca se cansa. En el mismo coloquio en la fundación, otra mujer, que estaba rehabilitándose de la droga, me contó que ella había tenido en su vida dos experiencias únicas de sentirse querida, abrazada y perdonada. Una, hasta los doce años, cuando su padre murió. Junto a él había sentido cariño, comprensión y aliento. Pero todo eso lo perdió a su muerte y se vio arrastrada a vivir en la calle, metida de lleno en la droga y con todas las consecuencias que esto trae, intentando obtenerla del modo que fuere. «A los 37 años –me decía– he vuelto a descubrir que soy querida, he encontrado una familia que me hizo salir del mundo en el que había perdido la dignidad. Hoy la he vuelto a recuperar. Y la medicina que he recibido ha sido el amor que habita en unos corazones, que te abrazan y te quieren, que dan la vida por ti. Te hacen descubrir el rostro de un Dios que te recupera no juzgándote por las cosas gordas que hiciste, sino dándote el abrazo de quien no te reprocha la fragilidad y las heridas que tienes, curándolas con la medicina de la misericordia».
Para entender cómo es el Corazón de Cristo y la necesidad que tenemos los hombres de tener un corazón como el suyo, siempre me han impresionado unas palabras del primer Libro de los Reyes; cuando Dios le dice a Salomón que le pida lo que quiera, el sabio rey responde: «Concede, pues a tu siervo, un corazón que entienda» (1 Re 3, 5.9). El secreto de tener un corazón que entienda es tener un corazón capaz de escuchar. Escuchar a Dios, escuchar a los demás que son imagen y semejanza de Dios. Esto fue lo que hizo el Señor mientras estuvo con nosotros en este mundo: pasó la vida mirando y escuchando, comprendiendo y queriendo, regalando su cercanía y mostrando su misericordia.
Los Padres de la Iglesia consideraban que el mayor pecado del mundo pagano era su insensibilidad, su dureza de corazón, y hoy percibo que esta sigue siendo el mayor pecado de esta humanidad. En esta aldea donde todos estamos enterados de lo que les pasa a los hombres en cualquier lugar del mundo, tenemos insensibilidad de corazón.
Vivimos en un mundo que nos acostumbra cada vez menos a reconocer nuestras responsabilidades, a que nos hagamos cargo de las mismas. Nunca entremos en ese juego que no es evangélico. Ese de que los que se equivocan son siempre los demás, los culpables son siempre los otros y nunca nosotros. Cuando entramos en juegos así, consagramos nuestra vida a hacer fronteras y muros, a regularizar las vidas de los demás imponiendo requisitos, prohibiciones. Nos ponemos en esa actitud de siempre dispuestos a condenar y no a acoger. ¿Por qué no entramos por el camino de disponer nuestras vidas para inclinarnos con compasión hacia las miserias de la humanidad? ¡Qué diferencia más abismal entre los perdones que damos los hombres, que son por decreto, y el perdón que da Dios, que acaricia las heridas de nuestra vida por muy hondas y sangrantes que sean!
Necesitamos hacer trasplante de corazón, urge que nos dejemos hacer el corazón por Jesucristo, pues Él hace verdad en nuestra vida lo que tan bellamente describe el profeta Ezequiel: «Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). Convertirse a Cristo quiere decir recibir un corazón de carne, un corazón sensible ante la pasión y el sufrimiento de los demás, y responder a estas situaciones como lo hace el Señor, con un corazón lleno de misericordia. El Dios que se nos ha revelado en Jesucristo no es un Dios lejano e intocable, tiene un Corazón. Se hizo hombre para darnos su Corazón y para despertar en nosotros el amor a todos los hombres, con un interés especial por todos los descartados, por los que sufren, mirando a los necesitados, a los que robaron y quitaron la dignidad.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid